martes, 12 de noviembre de 2013

El mapa de España. la partida de abejorro

Bajo el mapa de España, que colgaba en la pared, detrás de una mesa de madera de nogal, se sentaba el padre mano en su silla. El lugar era como una fortaleza inexpugnable, vista desde el lado de los alumnos.

En el otro extremo de la misma pared había otro mapa; el mapa mundi, y entre el medio de los dos un crucifijo negro separaba las dos realidades geográficas que existían en ese momento, España y el mundo.
A veces los niños llevaban rosas, y subiéndose en una silla las ponían debajo de los pies al cristo; algunos de los niños estampaban un beso en sus pies, para dulcificar la crucifixión de ese hombre de hierro y madera que colgaba en la pared.
Las dos realidades eran bien diferentes. Una, la España
grande y libre, que quedaba a la derecha de la pared del encerado, bajo la que se sentaba el padre mano, tenía esa libertad que daba el seguir las sagradas escrituras y la obediencia al caudillo de España; y estaba llena de montañas y ríos que teníamos que saber que saber su curso y sus afluentes a golpe de regla.
La otra, la que quedaba a la izquierda del cristo, estaba llena de tierras de aventuras, esparcidas por lo largo y ancho del mundo; a donde los más privilegiados y valientes de la clase marcharían en misiones para navegar por el amazonas arriba, o se adentraban en la selva africana navegando en canoa por el río congo en busca de pueblos perdidos que no conocían la palabra de dios y que seguramente para nada habían visto, ni sabían, lo que era la tenacidad y sacrificio de un misionero español.
Aunque no conseguíamos entender como se podía meter en una esfera, que a veces nos traían a clases, todo lo que cabía en el mapa plano y rectangular colgado en la pared, sin que sobrara mapa.
Los misioneros iban buscando niños que no sabían leer ni escribir ni sabían siquiera lo que era ir vestidos, para bautizarlos y que pudieran ir al cielo.
Los soldados salvaban a la gente buena de la gente mala, hijos del diablo y de color rojo, que les querían hacer daño y especialmente, con todo tipo de mentiras, llevarlos al infierno.
Las enfermeras, con sus manos llenas de calor, curaban más con una caricia que con una medicina ... Así todos queríamos ser soldados y estar malheridos, para ser socorridos por una enfermera que sin lugar a duda, ante nuestros ojos, era la chica más hermosa del mundo y con la que nos casaríamos.

El mundo era pues un lugar ancho y grande donde cabían todos los sueños en un plano.

Al padre Mano le gustaba que los niños se sentasen en sus piernas y les acariciaba y los llenaba de besos. A veces los castigaba frente al crucifijo y les hacía poner los brazos en cruz con unos libros en las manos, o les ponía una pinza en la lengua, mientras está colgaba de la boca entreabierta.
Cuando el niño finalmente lloraba desconsolado, porque la fatiga y el dolor había podido con su cuerpo, el padre mostrando piedad por su dolor le mandaba dejar su castigo y le sentaba en sus piernas, entonces lo apretaba contra su cuerpo, lo besa y le llenaba de caricias.

Aquel día, la tortura le tocó a Abejorro. No recuerdo el motivo, ni siquiera recuerdo que existiera, pero el padre mano castigó a Abejorro a mantener con su nariz una perra chica pegada en la pared*
moneda de cinco céntimos de las antiguas pesetas, sin que esta se cayera al suelo, so pena de recibir unos golpes en la mano con la regla.
Cuando Abejorro finalmente no podía más, el padre Mano le dijo que abandonase su castigo y le pidió que se acercase a él y se sentará en sus piernas. Allí estábamos todos, celosos del lugar que ocupaba Abejorro, expectantes, suplicantes de las caricias llenas de ternura del padre Mano, pero cuando el padre intentó acariciar a Abejorro, este le propinó una torta que sonó en toda su cara, rompiendo el hipnotismo de la clase.
Todos nos quedamos con los ojos abiertos al ver como Abejorro se escapaba de las piernas del padre mano, mientras este permanecía inmóvil petrificado por la sorpresa, y echaba a correr para sentarse en la silla de su pupitre. Era el único refugio que tenía.
El padre Mano abrió su libro de cuentas y todos empezamos a recitar la tabla. Siete por cinco treinta y cinco; siete por seis treinta y seis; siete por siete cuarenta y nueve... y mientras cantábamos la tabla nuestros cuerpos empezaron a balancearse suavemente, de un lado a otro, como las espigas del trigo nuevo del campo.
Después del recreo no volvimos a ver nunca más a abejorro. El rector, enterado de lo ocurrido, había mandado llamar a los padres de abejorro para que vinieran a buscarlo porque era seguro que el niño no tenía, ni tendría vocación para ser misionero.
Los padres de abejorro vinieron a buscarlo, y pidieron hablar con el padre mano. Pero el padre Mano rehusó dar cualquier explicación. Solo dijo, que abejorro era un niño muy noble.


mvf.

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