miércoles, 15 de mayo de 2013

sorpresa de primavera

Desde el campanario de la iglesia se veían las extensiones de la parroquia hasta las montañas; esas montañas gallegas, tan suaves y redondeadas, con sus laderas coloreadas de amarillos y azules. Al lado de la iglesia estaba el cementerio, en el que había aparecido una primavera de coronas y ramos de flores para advertir a los que pudieran aparecer de fuera, que los difuntos estaban bien atendidos por sus familiares de este mundo. A los pies de la iglesia se congregaba un nutrido grupo de personas: unas eran los protagonistas de la escena del día de hoy y otras, los curiosos que iban llegando no se sabe si era que las atraía el enjambre mismo de curiosos que se congregaba y que aumentaba a medida que transcurría el tiempo; o por casualidad, como decían algunos al llegar, según se encontraban y se saludaban los unos a los otros, o por la noticia de la desaparición del cuerpo de Don Sebastián, el cacique que no se quería morir.

 La marea llegaba de paseo, en pareja o acompañados de otras personas que las seguían; cogidas del brazo, apoyadas en bastones, o sacudiendo sus abanicos en el aire. Según se acercaban con la mirada fija en la iglesia; diciendo que bonita estaba la iglesia, o si había que arreglar una teja que asomaba, o quien habrá puesto unos pelargonios azules en el campanario; se les escapaba el rabillo de los ojos para espiar sin miramiento a la autoridad y a la gente del juzgado, que buscaba pistas y huellas, y tomaba declaraciones.

Arcadia explicaba al juez que había subido al campanario por las escaleras de piedra que había a un lado de la iglesia, para regar sus geranios azules, y sin dejar de imitar el vuelo de la regadera vertiendo agua sobre sus plantas, continuaba diciendo que después de oír varias veces un ruido anómalo, bajó del campanario y se dirigió a la entrada del cementerio, de donde procedía el ruido que le tenía inquieta.

La gente que llegaba con el rabillo del ojo puesto y aguzando el oído, veían la escena, y escuchando lo que podían de la conversación ajena, y haciéndose los sorprendidos en los encuentros, entraban finalmente en la iglesia.

 

Se había tenido que abrir la iglesia para dar acogida y descanso en sus bancos, a tanto parroquiano curioso, con el fin de se llenasen sus cepillos y dada la ocasión se había programado una misa para el evento, pues el señor cura no pensaba en cobrar a los asistentes por la atracción del día de hoy, pero si en que se llenasen sus cepillos de las limosnas que recién había limpiado sin mucho trabajo.  Y dentro, para sorpresa de todos, les esperaba la tía la rica y su sobrino, arrodillados frente a la imagen de San Dimas; y la gente que entraba se iba sentando detrás de ellos, abarrotando el santo edificio, sin que ninguno de ellos supiese si felicitarles o darles el pésame, por la desaparición de Don Sebastián el cacique que nunca se quería morir.


 
mvf.
gracias por la paciencia.

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